Aquí en Madrid me lo callo, porque decirlo no es muy
levantado para una mujer, pero no era otro mi sueño, allacita en Morazán, que
comprarme unos zapatos de tacón de aguja. ¿Me creerá vos si le digo que
caminaba como totoreca los treinta kilómetros hasta la capital, sufriendo
guardias de horas, solo por revolver en las papeleras de los millonarios? Todo
eso hacía y algotras que no cuento por conseguir un número de Elle o
Cosmopolitan. ¡Si me viera, después de quitar peladuras de tecomate y restos de
tamales, recortando con tijeras de cardar ovejas las últimas tendencias de
Milán y París! Las amigas se reían de mis ínfulas y me llamaban Marcela
Preaporté; a mí me daba igual, pero me encachimbaba reconocer que tenían razón.
Bien mira-do, ¿en qué cabeza entraba que pudiera comprarse los zapatos de la
Keit Mos una pobre guanaca como yo, que no untaba más salsa que la del hambre?
Por eso, despuesito de llegar a Madrid, al conseguir el
primer trabajo en Goya, me faltaban dedos en la mano para contar los días hasta
la primera nómina. No me importó que los jefes me hablaran golpeado, ni que
algún hijueputa me pellizcara en el culo, ni que todos me mirasen raro cuando
el conserje echó en falta su cartera (apareció más tarde, se la había dejado en
casa, qué gracia), ni que a la mínima queja el de la eteté me recordara el
pequeño fleco que faltaba para legalizar mis papeles: nomás recibir la nómina,
decidí comprarme los zapatos de mis sueños. Y no era cualquier sueldo, no, que
eran setecientos euros, ¡setecientos euros por trescientas horas de nada, que
en Morazán eso no se levanta un teniente!
Con esta sola idea en la cabeza, vestida con la ropa que me
daba mejor fachenta, agarré mi bolso y me planté toda fufurufa en la primera
zapatería de la calle Serrano. Como su puerta no se abría, hube de llamar a un
timbre, teniendo aquel día primera noticia de tiendas con timbre. Pero nomasito
cruzar, ¿qué le diré? ¡Púchica! ¡Pues no me sale a recibir un jovenzón con unos
dientes que ni en Jolibú! Era un morenote con dientes y tantos dientes, no es
un exagere, y con un tono de voz tan chévere, como de zumo de papaya, que, casi
sin darme cuenta, sentí un fuerte temblorcito aquí dentro del corazón.
A partir de ahí me falla la memoria: no recuerdo cómo supo
que me llamaba Marcela, ni quién le dijo que era de Morazán. Sin tiempo a
pedirle ningún zapato, él me los fue sacando, y no permitió que yo hiciera
nada, no: con sus propias manos me los calzaba, mientras me seguía hablando
dulcito y enseñaba dientes, muchos dientes. Sí sé que, tras envolverme aquel
rojo con tacón de once centímetros, me pidió la dirección y mi fecha de
cumpleaños. ¿Vos se lo puede creer? ¡Mi cumpleaños! Salí de la tienda bola de
alegría, con los ojos como dos estrellas pispileantes, y no me importó haberme
gastado sesenta euros más de los que imaginé, porque estaba enamorada, ¿sabé?,
enamorada, y solo faltaban tres meses para mi cumpleaños...
Pasé ese tiempo entre hojas de calendario. Me latía muy
dentro que esta vez era un amor para toda la vida. Cuando llegó el día, me
notaba como puma detrás de la presa. Abrí el buzón. Allí estaba la carta. Esto
decía:
MUY ESTIMADA SRTA. MARCELA SÁNCHEZ MONTERROSA:
Calzados Xarmant se complace en felicitarle su onomástica y
le adjunta el catálogo de la nueva colección
Sentí como una patada de mula en la trompa, como si un
veneno me fuera cayendo en picada hacia la tripa y luego se levantara hacia la
cabeza. De un pestañazo lo comprendí todo: aquel tono, aquel lambisconeo,
aquellos miles de dientes. ¡Comedia, purita comedia! ¡Cabro, hijueputa, cerote!
Me vino una llorade-ra tal que tiré la carta al fuego. Mientras veía arder las
palabras, me juré entre hipos que a partir de entonces andaría con el ojo bien
pelado, que no iba a consentir nuevas bandidencias.
Esto me sucedió hace cinco años. Como no hay caldo que no se
enfríe, y en este tiempo no me he encontrado otro coyote del mismo cerro, hoy
vivo toda tranquilona, aunque cada vez que me acuerdo de aquello me viene como
una reventazón en el alma. De todo se aprende, y ahora soy una experta
distinguiendo entre la gente que habla con el corazón y la que solamente lo
hace del diente al labio. Eso sí: desde entonces a este sol, nunca he ido a
tiendas preaporté. Lo que necesito lo compro en los chinos, feliz de la vida,
aunque he de reconocer que, hace tres semanas, casi pierdo los nervios:
–¿De cuántos centímetros quiere el tacón? –me preguntó el
chino.
–¡Púchica! –le grité–. ¡Nada de tacón! ¡Zapato plano! ¡Zapato plano!
Foto: Gonzalo Gallardo
Texto:BATANIA / NEORRABIOSO
Los zapatos de tacón, La poesía ha vuelto y yo no tengo la culpa,
Madrid, 2014, págs. 101-103