El arte
de ser feliz
Hubo un
tiempo en que mi ventana se abría
sobre una
ciudad que parecía ser hecha de tiza.
Cerca de la
ventana había un pequeño jardín cuasi seco.
Era una
época de sequía, de tierra pulverizada,
y el jardín
parecía muerto.
Mas todas las
mañanas venía un pobre con un balde,
y, en
silencio, iba tirando con una mano unas gotas de agua sobre las plantas.
No era un
riego: era una especie de aspersión ritual, para que el jardín no muriese.
Y yo miraba
a las plantas, al hombre, a las gotas de agua que caían
de sus dedos
flacos y mi corazón quedaba completamente feliz.
A veces abro
la ventana y encuentro al jazminero en flor.
Otras veces
encuentro nubes espesas.
Avisto niños
que van para la escuela.
Pardales que
saltan por el muro.
Gatos que abren
y cierran los ojos, soñando con pardales.
Mariposas
blancas, de dos en dos, como reflejadas en el espejo del aire.
Maribúes que
siempre me parecen personajes de Lope de Vega.
A veces, un
gallo canta.
A veces, un
avión pasa.
Todo está
exacto, en su lugar, cumpliendo su destino.
Y yo me
siento completamente feliz.
Mas, cuando
hablo de esas pequeñas felicidades ciertas,
que están
delante de cada ventana, unos dicen que esas cosas no existen,
otros que
sólo existen delante de mis ventanas, y otros,
finalmente,
que es preciso aprender a mirar, para verlas así.