Este es el
prólogo.
Dejaría en
este libro
toda mi
alma.
Este libro
que ha visto
conmigo los
paisajes
y vivido
horas santas.
¡Qué pena de
los libros
que nos
llenan las manos
de rosas y
de estrellas
y lentamente
pasan!
¡Qué
tristeza tan honda
es mirar los
retablos
de dolores y
penas
que un
corazón levanta!
Ver pasar
los espectros
de vidas que
se borran,
ver al
hombre desnudo
en Pegaso
sin alas,
ver la vida
y la muerte,
la síntesis
del mundo,
que en
espacios profundos
se miran y
se abrazan.
Un libro de poesías
es el otoño
muerto:
los versos
son las hojas
negras en
tierras blancas,
y la voz que
los lee
es el soplo
del viento
que les
hunde en los pechos,
entrañables
distancias.
El poeta es
un árbol
con frutos
de tristeza
y con hojas
marchitas
de llorar lo
que ama.
El poeta es
el médium
de la
Naturaleza
que explica
su grandeza
por medio de
palabras.
El poeta
comprende
todo lo
incomprensible,
y a cosas
que se odian,
él, amigas
las llama.
Sabe que los
senderos
son todos
imposibles,
y por eso de
noche
va por ellos
en calma.
En los
libros de versos,
entre rosas
de sangre,
van pasando
las tristes
y eternas
caravanas
que hicieron
al poeta
cuando llora
en las tardes,
rodeado y
ceñido
por sus
propios fantasmas.
Poesía es
amargura,
miel celeste
que mana
de un panal
invisible
que fabrican
las almas.
Poesía es lo
imposible
hecho
posible. Arpa
que tiene en
vez de cuerdas
corazones y
llamas.
Poesía es la
vida
que cruzamos
con ansia
esperando al
que lleva
sin rumbo
nuestra barca.
Libros
dulces de versos
son los astros
que pasan
por el
silencio mudo
al reino de
la Nada,
escribiendo
en el cielo
sus estrofas
de plata.
¡Oh, qué
penas tan hondas
y nunca
remediadas,
las voces
dolorosas
que los
poetas cantan!
Dejaría en
el libro
este toda mi
alma...
Foto: Gonzalo Gallardo
Texto: Federico García Lorca